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Capítulo III: Medina Angarita: La autocracia con atuendo liberal

El ascenso al poder del general Isaías Medina Angarita coincidió con momentos de intensa lucha, en los frentes de guerra, entre el Eje totalitario y la coalición de Inglaterra y sus aliados. Hitler se paseaba en dueño por más de media Europa y sus opositores le enfrentaban resueltamente, como elemento aún más decisivo que el material bélico producido en serie por las usinas norteamericanas, la doctrina y las prácticas de la democracia. Eran aquellos los días en que Roosevelt aseguraba, en discursos radiales, cómo «el totalitarismo iba a ser eliminado hasta en el último rincón de la tierra».

Dentro de estas condiciones internacionales le resultaba difícil al nuevo gobernante comportarse de acuerdo con los cartabones troquelados por su antecesor. La necesidad accesoria de crearse una cierta base de opinión popular, con la cual oponerse a la tutoría imperiosa de quien lo había hecho Presidente, contribuyó al viraje impreso por Medina a los rumbos políticos del país.

Ese viraje se caracterizó por un mayor respeto a las libertades públicas y por la actitud oficial menos represiva frente a las fuerzas políticas de oposición.

NACE UN PARTIDO CON DOCTRINA,PROGRAMA Y VOCACIÓN DE GOBIERNO

Acción Democrática fue el nombre con el cual legalizamos al clandestino Partido Democrático Nacional, de tan activa como eficaz labor durante el quinquenio lopecista.

El proceso de legalización de ese Partido no fue fácil, ni exento de trabas reveladora de que el régimen gobernante seguía viendo con aprensión no disimulada la existencia de fuerzas políticas organizadas, distintas del aparato burocrático que le servía para ganar elecciones fraudulentas.

Nuestro partido debió solicitar legalización, de acuerdo con la Ley de Orden Público entonces vigente, en todas las entidades federales. En el Distrito Federal, asiento de los poderes públicos nacionales, el funcionario a quien le correspondió dictaminar acerca de la legalización de AD era un personaje político ya conocido de los lectores de anteriores capítulos de este libro: el doctor Luis Gerónimo Pietri. En su carácter de gobernador de la ciudad capital de la República, condicionó la legalización de ese partido a la previa respuesta por sus organizadores de un cuestionario inquisitorial. Debíamos demostrar, para merecer que se nos permitiera realizar actividades políticas lícitas, que éramos defensores ardientes de la propiedad privada, concebida en términos de derecho quiritario; y celosos cancerberos del concepto medieval de la familia, y San Jorges de adarga al brazo para enfrentarnos a las modernas normas del derecho social, viejas con vejez de décadas en otros países, pero estimadas por la Venezuela oficial de 1941 como repudiables factores de subversión y anarquía.

Pasamos por esas horcas caudinas. Y el programa de Acción Democrática tuvo que ser un enunciado vagaroso de principios generales, y no el concreto y sincero enfoque revolucionario de los problemas del país y de sus soluciones posibles. Esa timidez programática fue subsanada por la forma franca y sin esguinces con que enjuiciamos desde la tribuna Pública, en la del parlamento y en nuestra literatura de Partido, las grandes cuestiones nacionales. Pero hubo indudable disparidad entre la plataforma cautelosa, elusiva, de AD y el análisis de la problemática venezolana que popularizamos en la oposición y luego nos guió en el gobierno. Y no fue por deliberada intención nuestra sino a causa de las circunstancias que condicionaron el nacimiento de AD, a la vida legal, que el programa del partido no reflejó con suficiente claridad el pensamiento de avanzada de sus ideólogos y organizadores.

Los años de gobierno de Medina Angarita se desenvolvieron dentro de un clima de tranquilidad pública. Había descontento popular, por la ineptitud y corrupción administrativas; por la generalizada pobreza; por la insinceridad institucional del régimen. Y si esos explosivos elementos no estallaron en forma de grandes huelgas o de motines sediciosos, se debió en gran parte a la actitud serena que asumió la oposición, cuya única expresión políticamente organizada era Acción Democrática. No ignorábamos los inminentes riesgos de agresión externa que acechaban al país, principal exportador de petróleo para los beligerantes en el frente anti-Eje, y nos empeñamos en que las fisuras internas no se ahondaran.

Esa posibilidad de que Venezuela fuese agredida militarmente era tan evidente que en sus aguas territoriales realizaban operaciones bélicas los submarinos nazis, o en las posesiones holandesas avecindadas a escasas millas del litoral noroccidental del país. El 15 de febrero de 1942, submarinos alemanes hundieron en aguas venezolanas al tanquero Monagas, con tripulación y bandera de nuestro país; y al día siguiente, los nazis bombardearon las instalaciones de la Standard Oil, en Aruba. El 19 de abril del mismo año, submarinos del Eje cañonearon en la Bahía de Bullen, Curazao, las instalaciones de la Royal Dutch-Shell.

La geografía y la economía, en forma aún más determinante que las consideraciones ideológicas, nos convirtieron en nación beligerante, ubicada en el frente hostil a Alemania, sus aliados y satélites. Frente a esta realidad, la actitud oficial fue vacilante y contradictoria. Amenazado como estaba el país por las flotillas de submarinos alemanes que infectaban las aguas del Caribe, ninguna medida política de compactación nacional ni militar de adecuada defensa del territorio nacional, fue adoptada. Ante la infiltración propagandística y las actividades de espionaje de la quintacolumna, había cierta inercia oficial. Y fue la Minoría Unificada -bloque parlamentario liderizado por AD, alineamiento de diputados y senadores independientes con los de nuestro partido- la que denunció, en pormenorizado documento dirigido al Congreso el 15 de julio de 1942, los nombres y actividades de numerosos agentes del nazismo alemán, el fascismo italiano y el falangismo español, instalados en el país[1]

Además de esa preocupación patriótica, otro elemento influía para asordinar el tono oposicionista. Era el convencimiento lúcido de no haber difundido nuestro mensaje ideológico a todas las capas democráticas de la población, ni a todas las zonas de la geografía humana nacional. Fue transitorio el período de actuación política legal, apenas el año 36 y comienzos del 37, y tanto la prédica doctrinaria como la organización de partido, tuvieron en los años posteriores limitación obvia por su carácter de labor clandestina. Resultaba así tarea previa a toda acción política que planteara resueltamente la cuestión del poder, la de estructurar a AD en escala nacional y la de popularizar su doctrina, desde las columnas de un periódico diario. En una y otra dirección se trabajó, con espíritu de equipo y voluntariosa energía creadora.

La dirección de AD se trazó la consigna de: «Ni un solo distrito, ni un solo municipio, sin su organismo de Partido». Era ambicioso y difícil de cumplir ese propósito. Se trataba de vertebrar una red organizativa a lo largo y lo ancho de un país de tamaño desmesurado, de escasa densidad demográfica, con población desmigajada más que dispersa sobre un área territorial de un millón de kilómetros cuadrados. No disponíamos de dinero y la pomposa Caja del partido se alimentaba en precario con las cuotas de sus afiliados, gentes de clase media, obreros, campesinos y artesanos de reducidos ingresos. Pero el esfuerzo se realizó, con esa mística inderrotable de los movimientos sociales llamados a remodelar la fisonomía de una nación.

Fue una etapa de cuatro años (1941-45) que en lo personal me dejó huella imborrable. En mi exilio de juventud siempre ambicioné conocer, pueblo por pueblo, caserío por caserío, a la inmensa Venezuela; mirar de cerca y a lo vivo sus problemas; dialogar sobre su destino con hombres y mujeres de la Montaña y del Llano, de Oriente y la Guayana. Realicé ese soterrado y premioso anhelo, en esos años que me enseñaron de mi país mucho más de cuanto aprendiera en vigilias estudiosas, sobre las páginas de los libros. Navegué el Orinoco, en precaria lancha de fabricación doméstica; y en curiara por el Lago de Maracaibo y en bote de «palanqueo» por las aguas del río Tuy. Dormí en los ranchos en piernas de los llanos de Guárico, del Alto y el Bajo Apure, escuchando detalles sobre sus vidas y trabajos de labios, de las peonadas, mientras pastoreaba el sueño en la criolla hamaca de moriche; y conviví con los andinos en sus tierras parameñas y con los obreros del petróleo en Cabimas, Quiriquire y El Tigre, y con los pescadores del golfo de Cariaco, y con los trabajadores del sisal en Lara, de la caña de azúcar en Aragua y Miranda, del cacao en Barlovento. Confirmé, por información obtenida de viva voz de personas de las más variadas profesiones y de los diversos estratos sociales en todo el país, lo que ya me habían dicho las estadísticas y las estimaciones anuales de la renta nacional. Que la Venezuela urbana, metropolitana, la de Caracas y sus aledaños, en pleno vértigo de un boom urbanístico estaba superpuesta a otra Venezuela, de producción estancada, atraso técnico y pauperismo popular. Y también resultó fácil captar un sentimiento de frustración y descontento muy difundido, producto de la coexistencia sobre una misma tierra, de dos países: el minoritario y de holgado bienestar y el otro infinitamente más numeroso y marginado a las ventajas de la vida civilizada. Ese sentimiento lo expresaban hombres y mujeres de todas las regiones, con acento y tono que ya alcanzaba diapasones de cólera. Era el de que se imponía un vuelco revolucionario en la situación nacional, tapiado como estaba el camino pacífico del voto para cambiar hombres y sistemas de gobierno. Se estaba elaborando en el subconsciente colectivo uno de los prerrequisitos para que un régimen político pueda ser subvertido sin mayores obstáculos: la incompatibilidad de todas las clases sociales con el orden de cosas existente.

Y también fundamos un diario. El historiador del futuro deberá acudir a las páginas de El País, que con ese título se publicó, para rastrear en ellas el itinerario más veraz de una etapa de vida pública venezolana. Era osada la empresa de editarlo. Había libertad de prensa, pero sobre ella pesaba la eficiente coacción asfixiadora de un Estado fuerte, por sus recursos económicos y por la fisonomía semi-totalitaria del régimen gobernante. Se exponía a represalias indirectas, pero represalias al fin, el empresario o banco que, siquiera por la vía rutinaria del crédito, se relacionara con un periódico de oposición. Fue necesario recordar el método clásico del capitalismo inglés para movilizar los ahorros individuales en beneficio de sus empresas: la acción barata, de a chelín. Entre miembros y amigos del partido, diseminados por todas partes, colocamos acciones a bajo costo, para financiar y organizar una flamante sociedad anónima, editora. El equipo de imprenta resultó prehistórico. En una Caracas de periódicos millonarios, con rotativas ultramodernas, imprimimos nuestras ocho páginas de combate en una Duplex de mediados del siglo pasado, muy vinculada, por otra parte, a la historia contemporánea de Venezuela. En sus engranajes remendados y en sus abolladuras múltiples sobrellevaba el recuerdo de dos tumultuosas «sanciones» populares sufridas por ella: la del 14 de diciembre de 1908 y la del 19 de diciembre de 1935. ¡Era la misma prensa donde se habían editado El Constitucional y El Nuevo Diario, órganos del castrismo y del gomecismo, respectivamente! Nació y sembró ideas y agitó conciencias ese periódico gracias a un esfuerzo de conjunto y al empeño de muchos. Pero su existencia fue posible por los particulares desvelos de dos hombres del Partido: Valmore Rodríguez, su primer director, uno de los más recios y capaces forjadores de Acción Democrática, muerto en el exilio en 1955, y Luis Troconis Guerrero, compañero inolvidable, también muerto en el exilio en 1951 después de rendir años de heroicas jornadas, como uno de los dirigentes de la resistencia clandestina contra el despotismo de Pérez Jiménez.

La historia dirá que AD realizó durante esos años críticos de la Segunda Guerra Mundial una acción política mesurada, responsable, implícita siempre en ella la preocupación venezolana ante los riesgos que acechaban a un país tan débil en número de hombres y en recursos bélicos, y de cuyo subsuelo brotaba la mayor parte del petróleo quemado por los aviones de la RAF inglesa y por los tanques de Eisenhower.

En los discursos ante las fervorosas asambleas populares, en la conferencia. doctrinaria, desde las páginas de El País y de otros periódicos de inspiración partidista, hicimos una campaña oral y escrita de alcance nacional. Vale la pena recordar sus lineamientos fundamentales, sobre todo porque ellos fueron pivotes donde se insertó luego nuestra obra de gobierno.

En materia de organización política del Estado, exigíamos la devolución al pueblo de su soberanía usurpada. Ese traspaso de la residencia de la soberanía de las manos de una camarilla autocrática a las de la nación, no podía realizarse sino mediante una reforma radical en el régimen electoral y en las prácticas comiciales. Exigíamos la provisión del cargo de Presidente de la República y de los cargos parlamentarios, en todos sus escalones, por el sistema de sufragio directo, universal y secreto. Combatíamos acerbamente las prácticas del fraude y del cohecho electorales, realizadas por el gobierno aun en las elecciones para concejos municipales y asambleas legislativas estadales, únicas para las cuales se solicitaba el voto popular, según los términos de la Constitución vigente. Esos fraudes eran posibles porque la totalidad del aparato electoral estaba en manos del grupo gobernante. Y como resultado de esa compleja red de cortapisas para cerrarle a la oposición el acceso al Congreso, los senadores y diputados al margen de la disciplina oficial fueron en toda época una raquítica minoría. Dentro de esas condiciones, ninguna diferencia sustancial existía entre el Congreso Nacional de Venezuela y los parlamentos «corporativos» de la España de Franco y de la Italia de Mussolini, o el Reichstag nazi. La subordinación del Congreso así integrado, tan totalitariamente, al Jefe del Ejecutivo, concedía a éste, de hecho, la facultad discrecional de escoger su sucesor. La república devino, en la práctica, una especie de monarquía electiva, con facultad implícita en el Presidente saliente de designar al Presidente entrante.

En materia administrativa, pugnábamos contra la ausencia de articulación modernizadora en los órganos del Poder Público y contra la persistencia de una de las plagas peores que siempre habían minado al Estado venezolano, restándole respetabilidad a sus gestores: el peculado. Este vicio tradicional se avivó en el país al amparo del auge petrolero y sólo con variantes formales fue heredado de Gómez por sus causahabientes testamentarios que gobernaron a la nación en la década 1935-1945.

Y, por último, reclamábamos una mayor participación nacional en el disfrute de la riqueza del subsuelo, explotada por el capital extranjero; y la reinversión de ese mayor provento que así se obtuviese en la creación de una economía diversificada, venezolana, y en la defensa y valorización del capital humano del país.

Esta última consigna fue de las más agitadas por nuestro movimiento político en los años de la Segunda Guerra Mundial. Éramos abanderados de la idea de que fluyera sin interrupción el petróleo nacional hacia los depósitos de las naciones combatientes contra el Eje nazi-fascista. Pero con redoblado ímpetu exigíamos que se utilizara esa coyuntura propicia, cuando el petróleo era materia prima de fundamental interés y cuando las empresas productoras alcanzaban beneficios excepcionales, para rectificar a fondo la desacertada política de hidrocarburos realizada por gobiernos sordos al interés nacional.

Y no era empresa de romanos, sino fácil tarea de lector de periódicos, la de averiguar los crecidos beneficios que estaban obteniendo las compañías petroleras.

Fuente: Rómulo Betancourt. Venezuela, política y petróleo.


[1] Formaban la Minoría Unificada los diputados de AD, doctor Andrés Eloy Blanco, doctor Luis Lander, Mario García Arocha, doctor Juan P. Pérez Alfonzo, Ricardo Montilla, Jesús Ortega Bejarano y P.B. Pérez Salinas; los diputados independientes doctor Ricardo Hernández Rovat­ti, Carlos E. Lemoine, doctores Martín Vegas y Germán Suárez Flamerich, entonces vincula­do a las corrientes democráticas; y los senadores independientes Luis Barrios Cruz y Alberto Ravell, Este último fue de los parlamentarios más enérgicos en la denuncia de las actividades de la quintacolumna.